Gestionar la diversidad cultural no es fácil. Aquellos de
vosotros que tengáis experiencia internacional seguro que habéis experimentado
en más de una ocasión situaciones de incomodidad o incluso de verdadero
fastidio por ese motivo. Si ya es difícil en ocasiones trabajar con personas de
nuestro entorno, compartiendo idioma y valores similares, todavía lo es
más si a la complejidad natural de las relaciones humanas le añadimos
el componente internacional. En esos casos, hay que saber lidiar con los
distintos códigos comunicativos, actitudes, expectativas y comportamientos que
conforman la realidad social de cada país.
Y gestionar todo eso es bastante complejo. Por lo tanto,
hasta cierto punto es comprensible lo que un directivo de una importante
consultora de RRHH mencionaba en esta entrevista, en el sentido de que
muchas empresas renuncian a incorporar diversidad en sus plantillas por una
cierta tendencia a la comodidad y la seguridad de lo conocido.
Aunque hoy en día eso tenga ya un coste indudable en el mercado, en términos de
innovación y calidad en la toma de decisiones.
Pero lo cierto es que para lograr resultados positivos y
aprovechar las ventajas de las diferencias culturales se requiere ante todo
voluntad, además de cierto conocimiento y reflexión sobre cómo afectan los
componentes culturales en el lugar de trabajo. En una palabra: se necesita dedicación,
formación y paciencia. Y en ese sentido, a veces tengo la impresión de
que el mensaje que se difunde sobre los beneficios de la diversidad cultural es
excesivamente simplista. Porque se habla mucho de la mayor efectividad que
el multiculturalismo aporta a las organizaciones y muy poco del esfuerzo que
se requiere para su correcta gestión.
En mi experiencia profesional como formadora he observado
que la diversidad cultural, si no es adecuadamente gestionada es
con mayor frecuencia una fuente de conflicto que de armonía.
Las supuestas sinergias y beneficios están ahí, es verdad, pero de manera
latente. Y lo habitual es que solamente salgan a la luz cuando todas las
partes implicadas son conscientes del peso que el factor cultural tiene en las
actitudes y comportamientos de las personas. Sin ese proceso reflexivo,
lo que generalmente resulta es que en caso de conflicto la diversidad tiende a
operar como un elemento amplificador de otros desajustes en
los equipos de trabajo. Pero no hay que olvidar que no siempre el mal
funcionamiento de un equipo internacional se debe a factores culturales. Hay
otros elementos a considerar, tales como las diferencias de personalidad, niveles
de experiencia y responsabilidad o capacidad de liderazgo de sus miembros y
saber diferenciar una cosa de la otra debe ser también parte de una correcta
gestión.
Las herramientas para ello, tanto a nivel de programas
de formación como de diagnóstico de competencias, están ahí. Pero hay
que ser realista y no esperar panaceas ni milagros inmediatos. La competencia
intercultural, como todas las habilidades directivas, requiere práctica,
consistencia y un tiempo de desarrollo. Porque todo lo que vale, cuesta.
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